
En un contexto donde la cisheteronormatividad se prescribe hasta la sobredosis, ¿no deberíamos al menos cuestionar la intencionalidad de dichas representaciones?
Hace sólo unas semanas tuve oportunidad de escribir un breve artículo en el que subrayaba lo que debería ser evidente para todxs: la ausencia de una auténtica diversidad afectiva en la “re-escritura” de los cuentos tradicionales que viene haciendo Disney de un tiempo a esta parte —Alicia en el País de las Maravillas, Maléfica, Cenicienta, El libro de la selva…—.
A raíz del mismo, me sorprendió muchísimo que algunxs amigxs no entendieran el tono de reproche de mi texto, manifestándome por el contrario su satisfacción por la inclusión de LeFou —el primer personaje Disney oficialmente gay— en esa obra de arte que les parecía la nueva “versión carnal” de La bella y la bestia (Bill Condon, 2017). En su opinión, esta representación iba a lograr una gran visibilidad —y es cierto que el impacto de una película Disney en el imaginario compartido es difícilmente cuantificable—, recordando así al mundo que el amor se manifiesta siempre como una diferencia que va más allá de cualquier intento de normalización.

La felicidad personal que trae consigo el reconocimiento de la propia identidad sólo puede ser superada por el sentimiento que produce ser amadx (y reconocidx) justo por ser quien eres, pero…
I’m sorry, friends, dudo mucho que el queerbaiting (y para mí este es un claro ejemplo) se ponga en práctica para ayudar a alcanzar esas metas.
El queerbaiting, que podríamos traducir de manera malsonante como “cebo para maricones”, es un recurso, cada vez más presente en los circuitos mainstream, consistente en introducir personajes, situaciones, guiños, etc. destinados a un público LGBTI+ (aunque lo habitual en estos casos es que la transexualidad, la intersexualidad, las identidades no-binarias o la asexualidad sigan habitando en la periferia de la periferia), buscando así ampliar el target de consumidorxs potenciales. Y es que el hecho de que la cisheteronormatividad campe a sus anchas en todos los ámbitos creativos no implica que la industria construida en torno a ella sólo quiera el dinero de “su público”.

Como digo, la mala fe que implica esta práctica busca llegar a un público LGBTI+ con dinero en el bolsillo y ávido de verse representado en las ficciones que ama y/o conoce. El problema es que pretende hacerlo lo más rápido posible y por la vía fácil, lo que da lugar en muchos casos a estereotipos sin alma, únicamente sustentados por los lugares comunes de la expresión de género. La fantástica Rachel Vega reflexiona aquí sobre esta última cuestión.
Por tanto, si aceptamos que las obras (pelis, libros, videojuegos, música, etc.) producidas por la cultura mainstream se rigen por una cisheteronormatividad insultante que fagocita la diferencia y la diversidad afectiva sin pestañear, la pregunta que planteo entonces es:
¿Qué posición ética (y política, porque todo pensamiento es político) debo asumir como persona LGTBI+ cuando consumo diariamente productos culturales que han sido creados en el seno de ese marco normativo?
¿Puedo resolver de alguna manera la contradicción que supone ir al cine a ver Wonder Woman? ¿Es posible acaso situarse en una posición intermedia, entre mi legítimo deseo de visibilidad y mi negativa a seguir alimentando el desalentador bucle de lo mismo?

Decía Georges Bataille que la filosofía es siempre una casa en construcción, razón por la que casi siempre suelo acabar —y comenzar— con más preguntas que respuestas. Pido disculpas.
No obstante, una posibilidad podría pasar por desligar —o al menos distanciar, dado que esto es ya una opción personal— mi deseo de reconocimiento del verbo “consumir”, auténtico motor de la cultura mainstream. Porque “consumir” significa en definitiva destruir, extinguir, acepciones que, sin duda, son aplicables al queerbaiting.

Las representaciones de personas LGBTI+ que se nos ofrecen a través de prácticas como esta consumen precisamente aquello que pretenden representar, haciéndonos además cómplices en el proceso —a ser posible, sin que seamos conscientes—.
Tal vez tengáis razón vosotrxs, amigxs. Quizás no fui justx en mi anterior artículo y quizás no lo esté siendo ahora —como tampoco soy neutrx, ni siquiera “neutro” es neutro en la lengua en la que escribo—. Pero no puedo serlo porque mi corazón no deja de repetirme en su latir que nada ha venido a este mundo para ser representación de otra cosa.
Todas las “representaciones” comparten un mismo estatus ontológico —perdón por la palabreja de filósofx—, pero no todas son iguales. Y es que toda representación es ya algo en sí misma, y siempre esconde una intención (política, religiosa, ética, social, económica…), de ahí la necesidad de examinar con lupa aquellas que se nos ofrecen revestidas de un (supuesto) deseo de abrazar la diferencia.
En Cartas a un joven poeta, Rilke le confesaba a su ferviente admirador que sólo el amor puede captar, guardar y ser justo con una obra de arte, porque “lo que ocurre” en ella es siempre inexpresable. En este sentido, pienso también que el amor es lo único que puede impulsar una verdadera visibilidad y un auténtico reconocimiento de las personas LGBTI+.
Estoy segurx, amigxs, de que todxs conocéis a creadorxs hermosxs —pertenezcan o no al colectivo— y si no, curiosead por las redes, por pequeñas librerías, por festivales de cine, de música, por donde os dé la gana. Y cuando lxs encontréis, os invito a que compréis sus obras. Comprobaréis que en sus bellas, valientes y originales creaciones nada se extingue, nada se consume: en ellas, el reconocimiento y la visibilidad, que anhelamos y necesitamos, se celebran sin descanso con una única intención: amar más y mejor.