
La verdad del cuerpo, Francisco Javier Olivas
Mañana cumplo treinta y seis años. Joder. Treinta y seis. El paso del tiempo me angustia y diría que por eso llevo pensativo todo el día. Bueno, más que pensativo es como si mis recuerdos estuvieran inquietos ante la proximidad del aniversario, en algo así como un estado cercano a la ebullición. Sin pretenderlo, veo ráfagas de adolescencia, un torbellino de imágenes de juventud y la asfixiante repetición de los días del último año. Una pesadilla compartida, ¿verdad?
Me imagino el interior de mi cabeza como si fuera un estanque oscuro y lleno de peces de colores que se empeñan en asomarse a la superficie del presente. Hay carpas doradas y naranjas, muy típicas, que quizás representan recuerdos que la mayoría de las personas hemos vivido de forma similar; pero también hay otras azules, verdes o de tonos tan particulares que no puedo definir con palabras. Presto atención a una de ellas porque se dispone a nadar muy cerca de las semiesferas interiores de mis ojos. Cuando lo hace, las escamas se transparentan y el cartílago del animal se convierte en cristal. La luz exterior atraviesa mis pupilas y golpea a la criatura en dos ocasiones: cuando pasa por detrás del ojo derecho y, poco después, cuando se coloca a la altura del izquierdo. Ahora puedo ver lo que contiene ese pez-recuerdo —como lo llamaría Gómez Arcos—. Es curioso, se corresponde con algo que pasó hace más de veinte años, justo el día en el que cumplí once, y juraría que no he revivido este retal de infancia en décadas. Claro, cómo rememorar a menudo algo que me tensó e incomodó sobremanera.
Cursaba sexto de primaria y estaba en el recreo. Alguien mencionó que era mi cumpleaños, aunque no puedo recordar quién lo dijo, pero eso no es lo importante. La clave del recuerdo-carpa es que por aquellos días se bromeaba entre los chavales con el sexo anal. Sí, eso que tanto se niega, la sexualidad infantil —o de preadolescencia—, dominaba el juego. Tampoco sabría decir quién inició la broma o de dónde procedía, pero la gracia estaba en coger desprevenida a la víctima y simular una penetración anal. La cuestión es que mis amigos llevaban varios días haciéndolo y se desternillaban. Se daban por detrás de pie, en mitad del patio del colegio, en el pasillo, o incluso en la fila que formábamos antes de entrar a clase. Se follaban a traición unos a otros, fingían gemidos, pedían más con los ojos entrecerrados y la boca abierta mientras recibían las embestidas inermes del que penetraba con la ropa puesta. Después, el que había sido sodomizado procuraba vengarse y pagaba con la misma moneda en cuanto se le presentaba la ocasión. Yo jamás participé en el juego. No me lo podía permitir. Eso que a mí me pasaba —corrupción innombrable— ya se había revelado con la virulencia de una posesión y debía ocultarlo. No podía señalarme ni regalar indicios de ningún tipo.
Juan se acercó y me preguntó si era verdad eso de que cumplía años. Contesté que sí. Pues ven y te follo, dijo. Corrí. Los demás se reían, pero Juan era un año mayor, más alto, más rápido, más fuerte y tenía la polla más grande que yo —lo sabía porque una mañana me la había enseñado en el baño—. Me atrapó sin dificultad, giró mi cuerpo hacia los otros, claro, quería que todos nos vieran —Juan exhibicionista—, y entonces empezó a simular que me penetraba con brutalidad. Toma, toma, toma. Me puse rojo, amarillo y morado. Me puse de todos los colores, como las carpas de mis recuerdos, y mis labios conformaron una línea recta y apretada, un pliegue suturado, que buscaba impedir que algo del goce que sentía pudiera mostrarse al mundo. Supongo que es fácil jugar a ser maricón cuando eres hetero, pero algo bien distinto ocurre cuando te sitúas al otro lado de la escena —o de la acera—. Intenté por todos los medios zafarme, liberarme, separarme del cuerpo de Juan. No pude. Toma, toma, toma. Me dominó y siguió con la sodomía impostada. Carcajadas en el patio.
Acepté la derrota. Cerré los ojos, giré la cara hacia el suelo y esperé a que Juan se hartara de la broma. Mientras tanto, con las risas claras de mis compañeros envolviéndome del mismo modo que un velo blanco cubre a la novia virgen, sentí la verdad de mi cuerpo atravesándome. Y era poderosa. Una corriente ígnea desplazándose por mi interior, migrando desde las nalgas hacia el pecho. Me gustaba. Sí, lo que hacía Juan me gustaba y no podía reconocérmelo. Mocoso perverso.
Disfrutaba con cada impacto de la pelvis de aquel niño-macho, pero el disfrute se confundía con el tormento. Aquel estúpido juego me hería porque dejaba al descubierto la verdad de un cuerpo que era infantil pero también deseante. El juego hablaba de la verdad del cuerpo de un niño homosexual de once años. Hablaba de la verdad de mi cuerpo.