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Microrelato: ‘El Cristo de lorazepam’

El historiador del arte y escritor Bruno Ruiz-Nicoli nos trae un microrelato sobre los estragos de mezclar medicación con alcohol

Tenía que ser a final de julio, en la playa. Tomaba lorazepam cada noche para dormir, de modo que no fue difícil reunir un múltiplo en varias consultas. La casa de verano de los padres de Laura estaba vacía hasta agosto. Habíamos invitado a unos amigos. Era una antigua villa rodeada de setos de boj, pérgolas, palmeras y un pinar que mecía el viento. Una iglesia neogótica ocupaba un tercio del edificio. Allí nos casamos. Las mesas, dispersas entre los agapantos; la pista de baile tras un gran seto; la barra sobre la veranda.

Desayuné, como cada mañana, en el lugar donde los camareros sirvieron copas hasta el amanecer. La plataforma de piedra, cerrada por una barandilla de hierro, se elevaba sobre el jardín. Había un gran ficus por cuyas ramas transitaban ratas plateadas al caer la noche. El aire húmedo, cálido, denso, permanecía inmóvil. Las cuidadoras habían vestido a Miguel y a Cristina para clase de vela. Jugaban con los hijos de nuestros amigos. Terminé el café y subimos al coche.

Les dejé en el club náutico y me dirigí a una cala que miraba al cabo. La carretera recorría la costa hasta llegar a una urbanización cargada de pinos. Era estrecha, sinuosa. Apenas había tráfico a aquella hora. Al alcanzar un restaurante, el asfalto se estrechaba y descendía hacia una pequeña rotonda. Aparqué mirando al mar. Desde allí, un camino dirigía hacia una franja pedregosa. Aún había poca gente. La costa se extendía en calma entre los atolones. El aire acondicionado mantenía la cabina aislada. Llevaba una botella de agua. Acumulé las pequeñas pastillas blancas sobre mi mano y las tragué. Los crujidos del blíster se repetían con insistencia. Creo que llegué a las cien.

Cogí unas gafas de buceo del maletero para que el incidente fuese atribuido a una imprudencia. Bajé a la cala, atravesé la plataforma de roca y me sumergí. Guardo la imagen de una profundidad luminosa surcada por rayos de sol y de una legión de medusas, pero es posible que se trate de una memoria previa. Nadé, me alejé y aleteé bajo los acantilados en busca de un desvanecimiento que no llegó. Salí del agua y me tumbé sobre los guijarros. Esperé a que mi consciencia se apagase, pero no lo hizo.

Tras un intervalo indeterminado, volví al coche, volví a casa. La amiga de Laura dijo más adelante que decía incoherencias, como si estuviese borracho. Aquel día su marido había viajado a Madrid para asistir a una reunión. Fuimos a la playa mientras los niños estaban en clase. Al aparcar, golpeé un coche e intercambié los datos con el propietario. Nadie parecía percibir mi estado.

Es de suponer que fuimos a recoger a los niños, que comimos, como cada día, en la veranda. No lo recuerdo. Cuando terminamos, fui a la playa para completar el parte. Guardo una memoria vaga del conductor, un hombre maduro y correcto, y del croquis que dibujamos sobre el papel. Al salir, creo que volví a golpear el coche. Lo ignoré. Pasé de largo la entrada de la casa y me dirigí al náutico. Aparqué y pregunté a un monitor por los alumnos de clase de vela. Me miró con extrañeza. Dijo que no había clase por la tarde, que todos se habían ido antes de comer.

Un resorte se activó. Los niños no estaban. Se habían perdido. Los busqué por el puerto deportivo con pasos convulsos. Pedí auxilio. Una mujer que atendía en la cafetería se apiadó y llamó a la policía. La agitación creció a mi alrededor. Un agente se puso en contacto con Laura. Confirmó que Miguel y Cristina estaban con ella. Su amiga acudió a recogerme y me llevó a casa. Atribuyó mi estado al alcohol, pero le hablé del coche, de las pastillas, del mar. Al llegar me metí en la cama y dormí hasta el día siguiente.

MicrorelatoCuando desperté, su marido había llegado de Madrid. Su rostro expresaba inquietud. Decidieron llevarme al hospital comarcal. Me atendió un médico de urgencias. Era un hombre pequeño. No me miraba. Tan solo se dirigía a Laura. Su tono era compasivo. Fue ella quien habló. Hizo un sumario confuso de los últimos meses. El doctor dijo que mi tolerancia había suavizado el efecto del lorazepam. Era improbable que alguien que no lo tomase con regularidad hubiese soportado la dosis; no era de extrañar que hubiese sufrido un brote psicótico.

Me diagnosticó trastorno de personalidad y me internaron. La unidad de psiquiatría ocupaba un piso del hospital. Era un edificio moderno. Grandes ventanales tintados filtraban una luz opalina. El mobiliario era funcional. Mi recuerdo de las horas es acolchado. La sedación mantenía una levedad indiferente. Llevaba un batín verde, de los que se abren por detrás, y zapatillas blancas. Dormía. El personal se mantenía alerta, distante. Nos reunían para comer en bandejas con cubiertos de plástico. Uno de los enfermos emitía una queja animal a intervalos regulares. Tras el almuerzo, nos sentábamos en una sala de atmósfera clínica. Una mujer me miró y preguntó: «¿Eres Jesucristo?». Salí de allí la mañana siguiente.

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