
No obstante, se puede asegurar también que las personas que nos dedicamos a la literatura nos encontramos en una continua encrucijada, donde la angustia existencial y la búsqueda de respuestas se convierten en el motor que nos lleva a expresar nuestros pensamientos, nuestros miedos y, por supuesto, nuestras más fuertes y profundas emociones.
Si analizamos el canon literario, resulta fácil observar que las mejores obras de amor son las de desamor, las mejores novelas son las que muestran la catástrofe y las mejores obras de teatro son las que, en su catarsis, nos envuelven con el drama de una vida dura, como si aquella escena religiosa del Calvario fuera una constante y repetitiva metáfora de la realidad de todos los seres humanos. —Quizás ese fuera el verdadero mensaje—
En el caso de la literatura LGTB+, esta no se aleja del canon, por lo que se observa que la angustia del colectivo se muestra en su literatura a través de la imagen dramática. Los temas más constantes en nuestra literatura colectiva parten de la problemática de la marginalidad que nos provoca el vivir en una sociedad heteropatriarcal, la cual nos persigue por ser diferentes y nos aboca a la otredad.
A pesar de que son muchas las obras que intentan mostrar la fortaleza de los personajes LGTB+, la mayoría de ellos se sienten ajenos a la sociedad a la que se inscriben, bien porque no han reconocido su sexualidad y se encuentran inmersos en ese mal llamado “armario” o bien porque su amor es imposible.
A esto se suma la desolación de las muertes de personajes esenciales, las dramáticas despedidas o los contextos represores en los que se desarrollan, como puede ser la época fascista o las familias arcaicas que se convierten en una cárcel para quien quiere ser libre.
Todo esto se enfrenta a ese carácter lúdico-festivo que la sociedad nos imprime cuando nos ve celebrar el día del Orgullo y cree que, por ello, ya debemos dejar de festejar la igualdad porque—palabras textuales— “no pinta nada un orgullo por ser homosexual”, olvidando así que sí, tenemos unos derechos, pero que estos llevan menos de medio siglo conseguidos.
Puede ser cierto que, quizás, nos haga faltar ver el mundo con un poco más de color, quizás tengan razón en decir que nuestra literatura es triste, pero lo que está claro es que si aún quedan personas que nos fotografían con su mente anclada en el pasado, todos los arcoíris que pintemos seguirán viéndose en blanco y negro.