
Hasta aquí muchos diréis «¿dónde coño está el problema?», a lo que yo os contesto: «eso mismo digo yo, si lo bonito es mezclarse y la fusión se cotiza al alza».
Pues, veréis, se da el caso que tras escuchar al amigo de mi amigo, me enteré de que el comecome que tiene con su nuevo compañero de juegos no se debe ni a celos por la disparidad de las fisonomías ni a miedos porque puedan quitárselo. No. El problema reside en el tapeo. Y ahora vosotros diréis «vaya chorrada». Y yo os digo, «¡Ojo, que con las cosas de comer no se juega!». Porque una cosa es que tú te pases la semana a base de arroz, pollo, pavo y atún y otra muy distinta que pretendas quitarle a tu media naranja las cañitas, los torreznos, las olivitas y la manteca colorá que tan feliz le hacen. Y podría seguir, pero o salivo o escribo.
Mi consejo al amigo de mi amigo (y a cualquiera que esté en esa situación) es que luche para que cada uno coma lo que le venga en gana. Que no se acaba el mundo por cenar dos menús distintos. Sin embargo, intentar cambiar las costumbres del contrario sí puede acabar con vuestra convivencia. La vida es muy corta para obsesionarse con las grasas trans, los hidratos y las proteínas. Buscad el término medio porque lo bonito de las relaciones es quemar las calorías juntos.
Ahora bien. Como os digo una cosa, os digo otra. Al que quiera ligar conmigo, que no se le ocurra pagarme un batido de polvos de herbolario para romper el hielo; que lo haga empezando con una caja de Donuts y un GinTonic en cada mano y luego me lleve por una ruta de tapas (llamadme clásico). Ahí lo dejo, que tanto hablar de gastronomía me ha dado antojo de un buen Calippo fresquito.